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La Lectio Divina Dominical Domingo 14 de Septiembre de 2014 Domingo XXIV del Tiempo Ordinario -

La Lectio Divina Dominical   Domingo 14 de Septiembre de 2014  Domingo XXIV del Tiempo Ordinario -
TEXTO BIBLICO Mateo 18, 21 - 35 Dale click en la imagen

lunes, 22 de abril de 2013

Lectio Divina Dominical – 5to. Domingo de Pascua Ciclo C “Un testamento espiritual” TEXTO BIBLICO: Juan 13, 31-35


“Un testamento espiritual”
María Verónica Talamé
Dra. en Teología Bíblica


TEXTO BIBLICO: Juan 13, 31-35
13,31: Cuando salió, dijo Jesús:
—Ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre y Dios ha sido glorificado por él. 13,32: [Si Dios ha sido glorificado por él,] también Dios lo glorificará por sí, y lo hará pronto.
13,33: Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes; me buscarán y, como dije a los judíos también lo digo ahora, a donde yo voy ustedes no pueden venir.
13,34: Les doy un mandamiento nuevo, que se amen unos a otros como yo los he amado: ámense así unos a otros. 13,35: En eso conocerán todos que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros.
(BIBLIA DE NUESTRO PUEBLO)
LECTURA
¿Qué dice el texto?
Estamos frente a un texto breve pero muy denso y de gran importancia. Aquí comienzan los discursos de despedida que se prolongarán hasta el final del capítulo 17. Este género literario “último discurso” es bastante frecuente en la Biblia como asimismo en la literatura extra-bíblica. En los libros más antiguos del AT, el discurso de despedida ya aparece, por ejemplo, cuando Jacob se despide de sus hijos y les da su bendición (Gn 47,29-49,33) o cuando Josué se despide de Israel (Jos 22-24). Bien podríamos sumar la despedida de David (1Cro 28-29), la de Matatías a sus hijos en 1Mac 2,49-68 o la despedida que Tobit dirige en su lecho de muerte a su hijo Tobías (Tob 14,3-11). Pero quizá el ejemplo más importante sea el discurso de despedida que Moisés dirige a Israel en todo el Deuteronomio. En el NT, otro ejemplo del género es el discurso de despedida de Pablo a los ancianos de Éfeso (Hch 20,17-38). La situación común es la de un gran personaje que, en la víspera de su muerte, reúne a los suyos (hijos, discípulos, todo el pueblo) para darle instrucciones que les ayudarán una vez que él haya partido. En el lecho de muerte, el padre, maestro o guía consuela y anima a sus hijos o seguidores, a la vez que los exhorta a conservar la fidelidad a Dios y a las enseñanzas recibidas. El discurso suele terminar con una oración. Esto ocurre, por lo que respecta a este texto de Juan, en el ambiente de una cena de despedida.
Después que salió (Judas), dice Jesús…” Notemos que cuando Jesús empieza a hablar en forma íntima y confidencial con sus Apóstoles, dándoles las últimas recomendaciones, ahí Judas ya no está. Judas no podría resistir hablar de amor, no estaba en condiciones de recibir semejante testamento espiritual. Quien a esa altura de su vida ya había sido tomado por “la noche” (13,30) de la traición y el odio, tenía que “salir”. La salida de Judas significa la desaparición del único elemento oscuro que quedaba entre los Discípulos. Judas estuvo en todo momento con Jesús. Fue uno de los Doce primeros elegidos, lo acompañó durante su ministerio, escuchó sus enseñanzas y vio los signos que realizó en su vida pública. Estuvo en la cena pascual junto al Maestro de quien también, de rodillas, recibió el lavatorio de los pies… sin embargo, de aquel último diálogo tan trascendental no pudo participar. Hasta pareciera que Jesús esperó a que Judas saliese para compartir las dos ideas más importantes que ocuparían en ese momento su corazón. Ahora la prioridad era dejarle a sus “hijos” su testamento espiritual: el alcance de la Pasión y el alcance del principal de los mandamientos.
A pesar de perecer irreconciliables, es posible rastrear la lógica que une estos argumentos en apariencia dispares. Del triunfo de la Pasión resulta la glorificación de Jesús (vs.31-32), que es la finalidad de «la hora», un tema muy adecuado para iniciar el gran discurso que explica precisamente esa hora. A su vez, la glorificación incluye el retorno al Padre y, en consecuencia, la separación de los discípulos (v.33). Sin embargo, el mandamiento del amor (vs.34-35), medio elegido por Jesús, asegura su permanencia entre ellos.
Ahora, ha sido glorificado el Hijo del Hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto”.
El “ahora” de este v.31 se refiere a la situación creada por la partida de Judas, que va a reunir la guardia y los soldados que tomarán preso a Jesús y, en su momento, lo conducirán a la muerte. La Pasión ha comenzado, porque Judas, impulsado por Satanás acaba de salir. Pero al iniciar la Pasión, conjuntamente, inicia la glorificación del “Hijo del hombre” (expresión que recalca la humanidad de Jesús). Judas desencadena el proceso pascual e inmediatamente, Jesús aprovecha para dimensionar y explicarles a sus Discípulos el alcance de ese momento, para muchos, último y de fracaso mas para Él de suma gloria. Jesús ya celebra su triunfo como consumado. Dos versículos y en el original griego, cinco repeticiones del verbo “glorificar” que, desde el AT, significa una manifestación visible de la majestad divina en actos de poder. Estas dos exigencias se cumplen en la muerte y resurrección de Jesús, acción de su propio poder (Jn 10,17-18) y, al mismo tiempo, del poder del Padre. Tal como en el Sinaí o en el desierto las teofanías y los prodigios salvadores de Dios manifestaban su gloria, ahora la muerte y resurrección del Hijo, máxima acción salvadora, manifiesta también la gloria del Hijo.
El discurso final empieza con la proclamación de la gloria que va a recibir el Hijo del Hombre. Ante la aparición de unos griegos que querían ver a Jesús (12,20-22), Jesús había dicho: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado” (v.23) y siguió hablando del sentido de la muerte del grano de trigo, del servicio y de la glorificación del Hijo del Hombre (vv.28-29). Por una parte, la llegada de aquellos griegos preludiaba el comienzo de la glorificación, ya que representaban a todos los hombres que se sentirían más tarde atraídos hacia Jesús cuando éste fuera elevado al Padre (12,32). Por otra, la traición de Judas, aceptada por Jesús (13,27), daba comienzo realmente al proceso por el que Jesús pasaría de este mundo al Padre. Estamos en este trance.
La interpretación joánica de la glorificación de Jesús, en cuanto relacionada con el dolor y la muerte, tiene un antecedente en Is 52,13 y es la misma relación entre la gloria y la muerte que aparece en la tradición sinóptica (Mc 10,35), donde Jesús dice a Santiago y a Juan, de manera figurativa, que compartir su gloria sólo es posible a través del dolor y la muerte: “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?” (v.38).
Un dato interesante en la primera parte de este texto que hoy propone la liturgia es la combinación de los tiempos verbales: pasado (v.31: “ha sido glorificado”) y futuro (v.32: “lo glorificará”). Pero esa misma mezcla de tiempos que encontramos acá, ya había aparecido en 12,28: “Lo he glorificado y lo volveré a glorificar”. El tiempo pasado se refiere a toda la pasión, muerte, resurrección y ascensión que se producen en “la hora” mientras el futuro se refiere a la gloria que obtendrá el Hijo cuando vuelva junto al Padre. Lo mismo dirá en 17,4-5: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese”. Una vez más Juan nos presenta la Pasión como un paso victorioso o momento de suma gloria. Gloria que ya no se revelará más a través de signos como había aclarado el evangelista después de la multiplicación del vino en 2,11: “Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él”. Ahora en el cuerpo de Cristo glorificado se mostrará la gloria de Dios, y por eso mismo Dios también será glorificado. Estamos frente a una glorificación mutua. El Padre glorifica al Hijo y el Hijo glorifica al Padre.
Jesús todavía no ha sido crucificado, todavía no ha muerto pero de hecho ya aceptó libremente su muerte e incluso ya entregó aquello que es prenda de su muerte: su cuerpo y su sangre. Camina hacia la muerte como paso al Padre que es cuando la glorificación quedará completa. Cuando el Hijo resucitado vuelva al seno del Padre, momento definitivo y último del misterio pascual, se dará la glorificación del Padre. La Cruz no es separación ni abandono de parte del Padre, sino todo lo contrario: es la revelación de cuán hondamente Dios está presente en la vida de Jesús. Evento que sucederá pronto. Esta parte termina diciendo “y lo glorificará pronto” (v.32).
Luego de estas palabras complejas, pero llenas de triunfo y luminosidad, más bien referentes a las consecuencias pascuales intra-trinitarias, Jesús hace tomar conciencia a sus oyentes de las consecuencias terrenas o visibles de su partida al Padre: “Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Ustedes me buscarán, pero yo les digo ahora lo mismo que dije a los judíos: «A donde yo voy, ustedes no pueden venir»”.
La expresión afectuosa, literalmente en griego es el diminutivo “hijitos” míos resulta especialmente apropiada en el contexto de la Última Cena entendida como una comida pascual, pues los pequeños grupos que se reunían para la cena se comportaban como si formaran familias, y uno de cada grupo debía actuar como un padre que explica a sus hijos el significado de cuanto estaba ocurriendo. La designación encaja asimismo en el discurso final si lo entendemos como una despedida, pues en este género literario la escena se desarrollaba casi siempre en presencia de un padre, a punto de morir, que instruye a sus hijos.
Después del anuncio de la mutua glorificación, Jesús se dirige a los que estaban allí con el término “hijitos” -frecuente en la 1Jn (2,1.12.28; 3,7.18; 4,4; 5,21) aunque nunca oído en el resto del Evangelio de Juan-, dándole a todo el versículo un tono de ternura increíble. Si bien Jesús había realizado muchos gestos de misericordia y ternura -no solamente con los Doce sino también con todos los que lo rodeaban-, jamás hemos escuchado antes que se dirigiera a ellos en forma tan afectuosa ni con tanto cariño. Lo que les estaba por decir a continuación lo requería: “ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Ustedes me buscarán, pero… «donde yo voy, ustedes no pueden venir»”.
Las resonancias con Jn 7,33-34: “poco tiempo estaré aún con ustedes y me iré a aquel que me envió. Me buscarán y no me encontrarán, porque allí donde yo estoy ustedes no pueden venir»” y Jn 8,21: “Yo me voy, y ustedes me buscarán y morirán en su pecado. Adonde yo voy, ustedes no pueden ir” quedan a la vista. En los capítulos 7 y 8 Jesús advertía, como él mismo lo recuerda en esta ocasión, “a los judíos” que no podrían encontrarlo porque no creían en el. Sin embargo, en este pasaje, las mismas palabras dichas a los discípulos sirven de preparación para su partida y retorno. Los discípulos no pueden ir al lugar al que va Jesús, pero posteriormente Jesús y el Padre vendrán a ellos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él” (14,23). El Señor habla de un irse, de una partida, pero no es una partida total ni definitiva, es una partida para volver. Parte pero volverá.
Los discípulos no lo seguirán de forma inmediata por este camino que conduce a la gloria, pero lo harán más tarde. Se lo dijo explícitamente a Pedro: “Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, pero más adelante me seguirás”. Estamos ante el final de la comunión terrena de Jesús con su comunidad y el comienzo de un nuevo tipo de relación entre el Maestro y sus discípulos. El amor fraterno, como lo dirá a continuación, es la manera concreta como Jesús continuará en medio de su comunidad y, al mismo tiempo, el distintivo con el que los discípulos serán identificados en cuanto tales.
Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”.
Jesús “da” el mandamiento a sus Discípulos, como quien dona algo muy preciado. No se trata de una orden sino de un compartir aquello que en su vida fue medular: amar. Por definición, el amor no puede ser una orden ni una imposición. El amor es siempre donación libre y gratuita y, por lo tanto, debe ser una elección que, como todos hemos experimentado, sólo así reporta gozo verdadero. Habría que recibirlo de este modo.
En el Evangelio de Juan, el término “mandamiento” aparece ocho veces en boca de Jesús: cuatro referidas al mandamiento que Él recibió del Padre (10,18; 12,49-50; 15,10) y otras cuatro al mandamiento que Él da a los Discípulos (14,15.21; 15,10.12). La síntesis la encontramos en 15,10-14: “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando”. Si Él ha dado la vida por todos, también los seguidores de Jesús deben dar la vida por los hermanos (cfr. 1Jn 3,16). Esto significa que pone en los creyentes el amor que Él recibe del Padre: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes” (15,9) y los capacita para que amen de la misma forma que Él ama.
He aquí la radical novedad de este mandamiento: la medida del amor al prójimo ya no es más uno mismo sino el modo del amor de Cristo por cada uno. En los evangelios sinópticos (Mt 22,39; Mc 12,31; Lc 10,27) como en las cartas de Pablo (Rom 13,9; Gal 5,14), el amor fraterno mantiene la antigua fórmula de Lev 19,18b “ama a tu prójimo como a ti mismo”, es decir, se medía con el sano amor propio. Según san Juan, Jesús está proponiendo un gran salto cualitativo.
Estas son las palabras de san Agustín al comentar el trozo del Cuarto Evangelio que estamos leyendo: “El Señor Jesús afirma que le da un nuevo mandamiento a sus discípulos, esto es, que se amen mutuamente…. ¿Pero no existía ya este mandamiento en la antigua ley del Señor que prescribe: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Levítico 19,18)? ¿Por qué razón el Señor llama nuevo a un mandamiento que parece ser tan antiguo? ¿Será que es nuevo porque nos despoja del hombre viejo para revestirnos del nuevo? Sin duda. Hace nuevo a quien lo escucha o, mejor, a quien le obedece. Pero el amor que regenera no es el meramente humano, sino aquel que el Señor caracteriza y cualifica con las palabras: ‘Como yo os amé’ (Juan 13,34). Este es el amor que nos renueva, para que nos hagamos hombres nuevos, herederos de la nueva alianza, cantores de un cántico nuevo”.
Sin embargo, esta no es la única novedad. El comienzo de estas palabras son las mismas referidas en las Cartas de Juan (1Jn 2,7-9; 3,23-24; 4,21; 5,2-3; 2Jn 5), pero el reconocimiento del discipulado por el amor fraterno, también es típico de este trozo. Discipulado y amor fraterno se funden en un mismo aspecto. El amor del Padre y del Hijo en la Cruz capacitan al verdadero discípulo –aquél que ha adherido vitalmente su existencia a la de Jesús- para continuar en el mundo la fuerza del amor extremo del Crucificado-Resucitado. Jesús no se ha limitado a mandar que nos amemos sino que nos ofrece ante todo la experiencia de su propio amor, donándolo a nuestros corazones, creando así entre Él, nosotros y los que nos rodean, un nuevo espacio vital y una nueva dinámica relacional.
Meditación
¿Qué me dice el Señor a mí en el texto?
Jesús, como Buen Pastor, no se guarda nada para sí, sino que da generosamente su propia vida en las manos del Padre y por nosotros. Así se “glorifica” a Dios. No hay otra forma de entrar en una relación filial con el Padre sino a través de un abandono total y de una confianza absoluta. ¿Cuál es tu relación con el Padre? ¿Cómo puedes glorificarlo cada vez mejor?
El “mandamiento nuevo” consiste en amar a la medida de Cristo. ¿Cómo me amó y me ama Jesús? ¿Amamos a nuestros hermanos como Cristo me ama? ¿En qué nos parecemos y qué nos falta para amar como Jesús?
“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” ¿Qué características debe tener nuestro amor para que sea un verdadero signo de que somos discípulos de Jesús? ¿Qué podemos hacer durante estos días para amar más y mejor a quienes nos rodean?
ORACIÓN
¿Qué le respondo al Señor que me habla en el texto?
Agradezcamos al Señor la capacidad que ha puesto en nosotros para amarlo; alabémoslo por la capacidad de poder amar a nuestros hermanos con su amor. Recordemos nombres concretos de personas que nos aman y tengamos presente a las personas que amamos y a las que debiéramos amar más.
Pidamos al Señor que nos perdone aquellas ocasiones en que hemos creído que se puede permanecer en el amor a Dios sin amar a las personas; pero que también nos perdone cuando no hemos dado testimonio de amor fraterno o hemos escandalizado a algún pequeño por nuestro poco amor.
CONTEMPLACIÓN
¿Cómo hago propio en mi vida las enseñanzas del texto?
Se podría cantar el canto: NO HAY MAYOR AMOR – http://www.youtube.com/watch?v=QQV4O7Gohlg
No hay mayor amor que dar la vida.
No hay mayor amor. (bis)
Este es mi cuerpo y mi sangre todo esto es lo que soy;
quedo por siempre entre ustedes aunque parta no me voy.
No temáis, amigos míos si algún tiempo no me ven,
si entre ustedes se quieren me verán a mí también.
El miedo no es sentimiento que abriga el que cree en mí,
recuerden estas palabras: “al mundo yo lo vencí”.
Les enviaré mi Espíritu que consuela en el dolor;
alentará la esperanza, traerá fuego al corazón.
Acción
¿A qué me comprometo para demostrar el cambio?
En este tiempo Pascual, el Señor nos recuerda que estamos en el tiempo de la Iglesia que es el tiempo del amor, es decir, el tiempo de encontrar al Resucitado presente en los hermanos. En esta semana podríamos planear un gesto concreto de caridad hacia alguien cercano que lo necesite (por ejemplo: visitar a un enfermo o a un privado de la libertad, donar mercadería a alguna persona carenciada, ayudar a un orfanato u hogar de ancianos, etc.) y llevarlo a cabo

sábado, 13 de abril de 2013

Lectio Divina – 3er. Domingo de Pascua Ciclo C



“Un desayuno con Jesús resucitado”
María Verónica Talamé
Dra. en Teología Bíblica



TEXTO BIBLICO: Juan 21, 1-19
21,1: Después Jesús se apareció de nuevo a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Se apareció así: 21,2: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos.
21,3: Les dice Simón Pedro:
—Voy a pescar.
Le responden:
—Nosotros también vamos.
Salieron, y subieron a la barca; pero aquella noche no pescaron nada. 21,4: Al amanecer Jesús estaba en la playa; pero los discípulos no reconocieron que era Jesús.
21,5: Les dice Jesús:
—Muchachos, ¿tienen algo de comer?
Ellos contestaron:
—No.
21,6: Les dijo:
—Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán.
Tiraron la red y era tanta la abundancia de peces que no podían arrastrarla.
21,7: El discípulo predilecto de Jesús dice a Pedro:
—Es el Señor.
Al oír Pedro que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. 21,8: Los demás discípulos se acercaron en el bote, arrastrando la red con los peces, porque no estaban lejos de la orilla, apenas unos cien metros.
21,9: Cuando saltaron a tierra, ven unas brasas preparadas y encima pescado y pan.
21,10: Les dice Jesús:
—Traigan algo de lo que acaban de pescar.
21,11: Pedro subió a la barca y arrastró hasta la playa la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, la red no se rompió.
21,12: Les dice Jesús:
—Vengan a comer.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían que era el Señor. 21,13: Jesús se acercó, tomó pan y se lo repartió e hizo lo mismo con el pescado. 21,14: Ésta fue la tercera aparición de Jesús, ya resucitado, a sus discípulos.
21,15: Cuando terminaron de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
—Simón hijo de Juan, ¿me quieres más que éstos?
Él le responde:
—Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Jesús le dice:
—Apacienta mis corderos.
21,16: Le pregunta por segunda vez:
—Simón hijo de Juan, ¿me quieres?
Él le responde:
—Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Jesús le dice:
—Apacienta mis ovejas.
21,17: Por tercera vez le pregunta:
—Simón hijo de Juan, ¿me quieres?
Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le dijo:
—Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.
Jesús le dice:
—Apacienta mis ovejas. 21,18: Te lo aseguro, cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías; cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te atará y te llevará a donde no quieras.
21,19: Lo decía indicando con qué muerte había de glorificar a Dios.
Después de hablar así, añadió:
—Sígueme.
(BIBLIA DE NUESTRO PUEBLO)
LECTURA
¿Qué dice el texto?
Estamos en el último Capítulo de Juan que, como es bien sabido, constituye un agregado posterior al Evangelio que ya había concluido en Jn 20,30-31. Sin embargo, aunque escrito por algún discípulo, con un estilo y vocabulario muy cercano al autor del resto del libro, nos deja una de las perlas más preciosas del Cuarto Evangelio, llena de detalles que nos remiten a no pocos momentos vividos antes.
Con una clásica fórmula de enganche “después de esto”, refiriéndose a la manifestación de Jesús a Tomás, en pocos versos el autor pone en acto personajes, escenario, acciones y símbolos ya usuales para el lector. Todo se dispone al desarrollo de un relato que “sucedió así”. Unos cuantos “discípulos” que “estaban juntos” a los paisajes de las “orillas del mar de Tiberíades” con el plan de “voy a pescar… vamos también nosotros” y dispuestos para “subir a la barca” no hacen sino situarnos frente a personas, paisajes, situaciones y elementos bien conocidos. Un final que más bien parece un volver a empezar. Nos remonta a unos 3 años atrás cuando todo había comenzado. Pero inmediatamente, aunque con una frase corta, se desliza un detalle ya casi olvidado: “pero esa noche no pescaron nada”. Si bien por unos instantes, el lector es remitido con fuerza y claridad a recordar el entusiasmo de Simón Pedro y los hijos de Zebedeo, de los primeros cuatro llamados al discipulado (Mc 1,16-19), esta acotación nos sitúa ante el precedente de desilusión nocturna -previo a la primera pesca milagrosa- cuando el mismo Simón (y quizás su hermano Andrés) también entonces acompañado de los hijos de Zebedeo (Santiago y Juan) confesó a Jesús: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada” (Lc 5,5). Parecen haber olvidado la advertencia de Jesús: “sin mí no pueden hacer nada” (Jn 15,5). Hoy estamos ante un texto pascual, pero con el mismo inicio frustrante de aquella vez. Además, como no podía ser de otra manera, en el mismo contexto del “Mar de Tiberíades” que, como nadie, sabe de redes llenas y a punto de romperse pero también de pescadores desilusionados limpiando redes vacías. La presencia de Tomás, nos remite al episodio apenas acaecido de su conversión y adhesión al Resucitado, como la de Natanael no puede menos que recodarnos a aquel incrédulo de los inicios que, cuando Felipe le dio testimonio de Jesús: “hemos hallado a aquel de quien se habla en la Ley de Moisés y en los Profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret”, Natanael acotó: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,45-46). Sin embargo, a este “verdadero israelita y hombre sin doblez” (Jn 1,47), en aquella oportunidad Jesús le hizo la promesa de “ver cosas más grandes” que la de saber su identidad con sólo verlo debajo de una higuera. Todo pareciera haber llegado a su fin pero, a su vez, todo parece volver a empezar y con modos nuevos. El Resucitado les propone experiencias y relaciones distintas, pero también les hace ver cosas más grandes.
La desilusión y frustración de “esa noche” se contrapone a la novedad y posibilidad de recomenzar que brinda el “amanecer”. El texto se encarga de señalarlo, no sólo para indicar el comienzo de una nueva parte en el relato sino la esperanza de una nueva situación. “Aunque los discípulos no sabían” de la presencia del Resucitado, “Jesús estaba en la orilla”. Esta acotación sirve para destacar la necesidad de la fe frente a lo que va a suceder a continuación. Es el mismo antecedente que en Lc 5: no tienen nada para comer porque no habían pescado nada; pero la diferencia radical es que en aquella ocasión sabían que era el Maestro el que les pedía volver a intentarlo y acá el relator se encarga de dejar claro que los discípulos no sabían que era Él. Aunque escuchar el mandato “tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán” seguro les trajo a la memoria la eficacia de aquella orden de Jesús a Pedro: “navega mar adentro, y echen las redes” (Lc 5,4), ahora tienen que hacerlo desde la fe. Y una fe que requiere partir de la propia verdad, tantas veces dolorosa. Sólo habían recibido una pregunta: “muchachos, ¿tienen algo para comer?”. Jesús querría ayudarlos a que tomen conciencia de su vacío y necesidad, pero a los expertos pescadores, dada las circunstancias, seguro les resultó una pregunta molesta. Frente a la dura realidad, la iniciativa fue del Señor. Ellos todavía no sabían cuál era el plan. Sin embargo, el texto parece querer decir algo más.
Por un lado, el relato presenta unos discípulos, reunidos en comunidad, siguiendo las indicaciones de su legítima cabeza “Simón Pedro” y haciendo el oficio que sabían hacer; no obstante, infecundidad: “esa noche no pescaron nada”. Por el otro, Jesús resucitado “en la orilla”. Ellos estaban “juntos”, subidos a la barca, símbolo de la comunidad – iglesia, pero sin Jesús. Se entrevé un cierto desconcierto y como una determinación a volver al oficio del que Jesús los había llamado al principio. Esa decisión de Pedro: “voy a pescar”, trasluce un desconocimiento de cómo sigue la historia del “muerto que vive”, incluso de no saber qué hacer con la comunidad, y hasta quizás un principio de desmembramiento. No dice “vayamos a pescar” ni mucho menos sugiere un discernimiento comunitario. En total, los discípulos son siete: cuatro pertenecen al círculo de los Doce y tres a los “otros”. Estamos ante un número que indica plenitud y totalidad. Estaban todos juntos pero todavía no habían aprendido a relacionarse con el Resucitado. Todos tenían que aprender que el éxito de la misión no depende del esfuerzo humano, sino de la presencia viva del Señor en ella. La potencia de la resurrección de Jesús no había terminado todavía de invadir la vida de los discípulos. La fe es un proceso que si bien tiene asidero en la historia y cuenta con elementos conocidos por la experiencia personal y comunitaria, tiene también mucho de novedad y de sorpresas inimaginables. Tenían que aprender a “ver cosas más grandes”, pero no con los ojos físicos.
En cuanto obedecieron la orden, tal como había sucedido aquella vez, también ahora la red “se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla”. La oscuridad, la soledad, la incapacidad de las fuerzas humanas unidas a la fuerza y vitalidad de la Palabra del Resucitado, revirtió la situación. Y fue “el discípulo al que Jesús amaba” quien dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”. El amado percibe la presencia del Amado y se remite a la autoridad con una exquisita fórmula de fe pascual. Recién ahora se les abrieron los ojos, la mente y el corazón. Como los de Emaús, estaban frente al Resucitado sin reconocerlo. Por el testimonio del discípulo amado, Pedro, reaccionando en primer lugar, creyó y “ciñéndose la túnica que era lo único que llevaba, se tiró al agua”. No aguantó ni los cien metros que faltaban para acercarse al Señor que saltó de la barca y avanzó hacia la orilla nadando. El verbo griego que significa «ceñirse (la ropa)», sólo aparece, dentro del NT, en Juan y puede significar “vestirse”, pero más propiamente quiere decir “recogerse la ropa y sujetarla con un cinturón”, de forma que no estorbe para hacer algún trabajo. En Jn 13,4-5 se utiliza este verbo para describir cómo Jesús “se ciñó” una toalla para utilizarla en el lavatorio de los pies de los discípulos. La prenda de que se habla en este episodio es un blusón, que solía llevarse sobre la ropa interior. En este caso se trataría de un blusón propio de pescadores que llevaría Pedro para resguardarse del frío de la madrugada. El autor quiere dar a entender que Pedro iba desnudo bajo el blusón y que por eso no podía quitárselo antes de echarse al agua. Esto nos da una imagen lógica: vestido únicamente con su blusón de pescador, Pedro se lo sujetó a la cintura para nadar más fácilmente y se tiró al agua.
Luego, uno tras otro, siguiendo la indicación del discípulo amado, el primero en identificar al «Señor», reconocen en la fe a Jesús, que los invita a participar del banquete que él mismo había preparado pero no sin el aporte del fruto de su pesca, símbolo de la misión evangelizadora. La escena vuelve a cambiar, ahora de escenario, y, por lo tanto, bien se puede abrir una nueva sección. Pasamos del lago, en este caso, el lugar donde los discípulos desarrollan su trabajo apostólico, que representaría el ámbito de los asuntos humanos y el ambiente del trabajo evangélico, a la tierra firme. Allí, Jesús está esperando a los discípulos para dar comienzo al primer desayuno pascual en el que todos colaboran con algo. “Al bajar a tierra, vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan”. La mención del fuego podría ir anticipándole al lector algo del episodio siguiente (la triple pregunta de Jesús a Pedro que también en torno al fuego lo negó tres veces), pero sin duda que los signos de pan y pescado, no pueden sino evocar el regalo extraordinario de aquella vez con que Jesús alimentó a más de cinco mil personas. Pero notemos que si bien aquella vez Jesús pidió pan y peces para una vez bendecidos, multiplicarlos y ofrecerlos, ahora quiere unir su pescado y su pan a los peces de los discípulos: “traigan algunos de los pescados que acaban de sacar”. Los que no tenían nada para comer ahora ponen en común los frutos de lo que el mismo Señor había producido gracias a su Palabra y a la obediencia de todos ellos. Así, la vida y el don del Resucitado se convierten en una sola cosa con la vida y el don de los Discípulos obedientes.
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran 153 y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió”. Llegados a la orilla junto a Jesús, Pedro reemprende su servicio de liderar la comunidad, llevando la red llena de peces sin romperla, a tierra. Su carisma de conservar la unidad en la Iglesia queda evidente. A diferencia del relato de Lucas en que “las redes se rompían y las barcas se hundían”, acá la red que no se rompe acentúa la capacidad de la Iglesia “Cuerpo de Cristo Resucitad” para recibir en su seno a todos los hombres, por muy distinta mentalidad y cultura que tengan. No hay excepción. El número de ciento cincuenta y tres peces ha dado origen a diversas interpretaciones. Así, por ejemplo, san Jerónimo en su comentario a Ez 47,6-12 dice que los zoólogos griegos habían clasificado 153 especies de peces. Al poner esta cifra, Juan aludiría simbólicamente a la totalidad y a la diversidad de la pesca de los discípulos, anticipando los resultados de la ilusión cristiana, que habría de llegar a todos los hombres o al menos a hombres de todas clases. Otros, ven un paralelo en la parábola del reino (Mt 13,47), en que la red echada al mar recoge peces «de todas clases». San Agustín nos ofrece el primer ejemplo de una especulación matemática acerca del número 153, que es considerado como la suma total de todos los números del 1 al 17. El simbolismo que puede hallarse en el número 17 varía y puede ser 10 mandamientos más 7 dones del Espíritu o los 9 coros de los ángeles más las 8 bienaventuranzas. Se puede, por tanto, especular con el dato de que 153 es un símbolo numeral de la perfección, simbolismo al que contribuye el hecho de que el 17, su elemento básico, está compuesto de dos números que simbolizan la perfección, el 7 y el 10. El evangelista, con la mención del número perfecto 153 estaría anticipando la plenitud de la Iglesia. Cirilo de Alejandría, propone una interpretación alegórica: divide el número 153 en tres componentes: 100, 50 y 3. El 100 representa la plenitud de los gentiles; el 50, el resto de Israel y el 3, la Santísima Trinidad. Pero el autor joánico difícilmente se referiría a la Trinidad como tal. La gematría cuenta con algunos expositores modernos que insisten en que el 153 representa la suma de los valores numéricos de las letras que componen la expresión hebrea «la Iglesia del amor». En definitiva, hasta hoy no podemos saber exactamente el significado del número 153, pero no nos equivocamos si en líneas de máxima sostenemos que simboliza la universalidad. En la captura realizada por orden de Jesús todo es extraordinario.
Luego, viene la invitación de Jesús: “vengan a comer” e inmediatamente la referencia eucarística: “Jesús se acercó, tomó el pan y se los dio e hizo lo mismo con el pescado”. Cada Eucaristía nos evoca el momento cumbre de la comunidad de fe.
Esta “tercera vez que Jesús resucitado se apareció a los Discípulos” es una invitación dirigida a toda comunidad eclesial para que recupere el sentido de su propia misión, poniendo al Señor, Palabra y Eucaristía, en el centro de su propia vida.
Después de comer”, la atención queda centrada por completo en la figura de Simón Pedro. El evangelista especifica, con dos pequeños fragmentos, cuál es el papel del Apóstol en la comunidad eclesial: primero está llamado al ministerio de pastorear (vv.15-17) y esa es la manera como el Señor quiere que Pedro lo siga (v.19), pero antes deja claro que su modo de dar testimonio y de dar gloria a Dios será el martirio (v.18). Pedro debe, por su amor a Jesús, entregar la vida. Ya lo había dicho Jesús en Jn 15,13: “No hay amor (agápe) más grande que dar la vida por los amigos”.
Sin embargo, antes de confiarle a Pedro el encargo pastoral de la Iglesia e incluso antes de su martirio, Jesús le pide una confesión de amor “¿Me amas…?” “¿Me amas…?” “¿Me quieres…?” (vv. 15.16.17), tal como fueron las veces que negó su identidad apostólica. Ésta es la condición indispensable para poder ejercer su Pastoreo: confesar su amor al Crucificado ahora Resucitado. El desayuno de Jesús con el pan y los peces nos recuerdan a Jn 6; pero este posterior coloquio íntimo y personal de Jesús con Pedro, tiene reminiscencias de aquella noche de la Pascua, donde Pedro había negado al Señor por tres veces. El perdón a Pedro no es sino otro modo de dar cumplimiento a aquellas palabras de Jesús antes del lavatorio de los pies: “los amó (agapáo) hasta el extremo” (Jn 13,1). El perdón es, pues, la expresión más grande del amor. En la primera pregunta “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”, la comparación “más que estos?” podría interpretarse de dos manera. Para algunos autores, la expresión “más que estos” indicaría el mayor amor de Pedro en relación al resto de los Discípulos que estaban allí alrededor del fuego. Otros, en cambio, suponen la pregunta en relación a la cantidad de peces o frutos que acaban de sacar. Jesús estaría queriendo poner el vínculo amoroso entre ambos por encima de la fecundidad de la misma misión por Él encomendada. Parafraseando, en el primer caso sería: “Pedro, ¿me amas más que lo que me ama Tomás, Natanael, los hijos de Zebedeo y los otros dos discípulos, incluso que el discípulo al que Jesús amaba? Mientras en el segundo caso la pregunta quedaría así: “Pedro, ¿me amas más a mí que a todos estos peces juntos?”.
Sin embargo, más allá del significado de este agregado, lo que sí quiere el evangelista es rehabilitar a Pedro y recuperar su rol en clave de amor, pero no de un amor cualquiera sino de un amor agápe, es decir, de un amor total capaz de dar la vida por el rebaño. Las dos primeras veces, Jesús pregunta con el verbo agapáo (amar) y Pedro responde con el verbo fileo (querer). Sólo en la tercera oportunidad Jesús parece bajar el nivel de exigencia y pregunta si lo quiere con el verbo fileo a lo que Pedro, entristecido, responde afirmativamente. El evangelista no solamente parece querer evidenciar que no es lo mismo amar que querer, o sea, que hay distintos modos de expresar el afecto, sino también parece querer dejar claro que Pedro todavía tenía que seguir creciendo en el modo de amar al Señor. Obviamente, cuando le llegó la hora de morir mártir, ya habría entendido lo que suponía el amor de ágape en cuanto oblación total. Jesús confió a Pedro “Sus” corderos apostando a que “cuando sea viejo” llegaría a esta donación total. Únicamente el que ama con amor agápico puede apacentar el rebaño como el Pastor que dio su vida con un amor así. Le estaba confiando “mis corderos” aún sabiendo que le faltaba madurar, pero sabiendo que esa Roca que Él mismo había elegido, al final, podría responder al amor de Cristo con un amor de ágape como Cristo ama. Esta página tiene una enorme densidad eclesiológica y está penetrada por uno de los temas centrales de todo el Cuarto Evangelio: el amor (ágape) con el que nos amó y nos ama Jesús. Por algo, la última palabra de Jesús a Pedro en este diálogo tan trascendente para el Discípulo es “sígueme”, o sea, “ve tras mis pasos”. ¿No querrá recordarle que a pesar de ser el Pastor tiene que seguir “siguiéndolo” al Resucitado, tiene que seguir caminando y, sobre todo, tiene que seguir creciendo hasta aprender la medida del amor perfecto?
Meditación
¿Qué me dice el Señor a mí en el texto?
Salieron y subieron a la barca” (v.3). ¿Estoy dispuesto, yo también, a hacer este recorrido de conversión? ¿O prefiero seguir escondido en mí mismo o en mi comunidad, pero lejos de Jesús? ¿Quiero decidirme a salir, a ir en pos de Jesús?
Pero esa noche no pescaron nada” (v.3) ¿Tengo el valor para reconocer que en mí hay vacío, que es de noche, que no tengo nada entre las manos? ¿Tengo el valor de reconocerme necesitado de Jesús y de su presencia? ¿Quiero revelarle mi corazón, lo más profundo de mí mismo, lo que trato siempre de ocultar o de negar y que me hace infecundo? Él lo sabe todo, me conoce hasta el fondo; ve que no tengo nada que comer; pero soy yo el que debe aceptarlo, llegar a Él con las manos vacía y decírselo. ¿Estoy dispuesto a dar este paso para que surja el alba de mi día nuevo?
Tiren la red a la derecha” (v.6) El Señor me habla claramente; hay un momento en el que, gracias a una persona, a un encuentro de oración, a una Palabra escuchada, yo comprendo lo que debo hacer. ¿Estoy dispuesto a escuchar y a obedecer? ¿Tengo el valor de confiar en Él o prefiero seguir tomando mis propias decisiones? ¿Quiero tirar mi red por Él?
Simón Pedro… se tiró al agua” (v.7). Ahora es mi momento. ¿Quiero yo también arrojarme al mar de la misericordia del amor del Padre, entregarle a Él toda mi vida con mis dolores y mis deseos, mis pecados y mis esperanzas, mis ganas de volver a empezar y mis pocas fuerzas? ¿Qué estoy dispuesto a ceñir para poder nadar mejor y más rápido hacia Jesús?
Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar” (v.10). El Señor pide unir su alimento al mío, su vida a la mía, los frutos de mi misión a los suyos. Él me espera a su mesa pero llevando también a todos aquellos hermanos/as que Él mismo me entrega. No puedo ir a Jesús sola/o. ¿Estoy dispuesta/o a acercarme al Señor, a sentarme a su mesa, a hacer Eucaristía con Él y a llevar conmigo a muchos hermanas y hermanos? ¿Cuáles son mis resistencias y mis obstáculos para ir a Él con los demás?
¿Me amas tú?” (v.15) ¿Cómo respondo a esta pregunta? Recordemos que 1Jn 4,7-21 nos afirma que la iniciativa del amor a Dios es siempre divina, que en el amor no hay lugar para el temor, pero también advierte que no se puede amar a Dios que no se ve sin amar al hermano ¿Cómo es mi amor a Jesús?
Apacientas mis ovejas” (v.15.16.17) ¿Quiero la misión que el Señor me confía?
Sígueme” (v.19) ¿Acepto seguirlo donde Él quiera llevarme? ¿Dónde me pide seguirlo “hoy” y “ahora”?
ORACIÓN
¿Qué le respondo al Señor que me habla en el texto?
Padre misericordioso, que cuando como los Apóstoles, pocos días después de los acontecimientos de la Pascua se nos desvanezca su figura luminosa y recobremos el quehacer cotidiano, haznos recordar que “Jesús es el Señor”.
Padre fiel, interviene en nuestra vida cuando, sin confiar ya en los medios humanos, nos sentimos ansiosos o abatidos; vuelve a darnos el coraje de poner a tu Hijo en medio nuestro para que podamos caminar con renovada confianza hacia el Resucitado.
Padre bueno, te damos gracias por el don que nos has hecho de Jesús-Palabra y de Jesús-Eucaristía, pan de vida partido por nosotros y alimento de nuestra vida espiritual personal y comunitaria.
Padre generoso, queremos corresponder a este inmenso don tuyo de regalarnos a Jesús Resucitado intentando vivir en comunión constante con Él a través de los signos que el evangelista nos ha presentado: reconociéndonos infecundos sin Jesús, trabajando juntos por el Reino, obedeciendo Su Palabra y sentándonos con todos los hermanos que “pesquemos” en torno a la mesa eucarística.
Padre amoroso, Tú que me has creado para decirme que me amas y para pedirme que te ame en los hermanos, te doy gracias, porque el corazón de la Iglesia late con el corazón de Pedro, pero ama con el corazón de Cristo.

CONTEMPLACIÓN
¿Cómo hago propio en mi vida las enseñanzas del texto?
Hago silencio y vuelvo a recorrer el texto con el corazón.
Podemos hacer propias las palabras de Pedro:
Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”.
Así como soy, yo te amo. Para inscribirlas en el corazón, las repito y las rumio con la canción: “Tú sabes que te amo” (de Glenda).

Acción
¿A qué me comprometo para demostrar el cambio?
En Jn 21,4 se afirma que “los discípulos no sabían que era Él”. Como acción personal o comunitaria, podríamos esforzarnos en hacer una lista en la que concretemos todos los “lugares”, “momentos” o “situaciones” en donde reconocemos, hoy, al Señor Resucitado. Luego de hacer la lista, comprometernos a estar más atentos para “reconocer”, aunque sea desde lejos, al Señor.

Circulos Biblicos

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